Cerramos el domingo con una reflexión a cargo de Fernando Acero sobre The Rolling Stones, su concierto en España y el precio de las entradas para el mismo.
Ojo, pues no tiene desperdicio...
Dos de abril. Los galgos tras la verja, las apuestas más altas que nunca. El ludópata vicio de algunos apunta a una liebre que rara vez deja asomar sus puntiagudas orejas por estas tierras, aguardando siempre en su madriguera. Y cuanto más espera, mayor la apuesta, mayor la espumosa ansiedad del can por atrapar al morador de los bosques.
Cuantos más años pasan, cuanto mayor me hago, más cuenta me doy de lo patético que es el negocio de la música. Tal vez alguna vez me dejaré de prédicas y caeré. Espero, con la mayor franqueza posible, que ese día esté muy lejos. Los símiles con un canódromo no me parecen en absoluto inapropiados. De hecho ilustra bastante bien la fábula a la que están sujetas las altas esferas del rock, sodomizadas incompasivamente por la mercantilización.
Si tenéis un poco de memoria, creo que sabréis sobradamente a qué carajos me refiero con tanta prosa. Sus Satánicas Majestades – y creo que después de esto, les va que ni pintado –, The Rolling Stones, visitarán la capital el próximo mes de junio. Por si hay alguno que es poco avispado, aclaro desde ya que esto no es ni de lejos una aduladora promoción del evento.
Puede que os preguntéis que a qué viene esta actitud tan a la ofensiva hacia dicho show. La cuestión es tan sencilla como hacer una detenida observación del curioso fenómeno sociológico que se produce cada vez que uno de estos grupos “legendarios” – llámese The Rolling Stones, llámese U2, llámese Coldplay – visitan España, que recordemos, cuenta con una cultura generalmente bochornosa. Si miramos con atención plataformas como Ticketmaster o similares, veremos que voilà! ¿Qué ha pasado? ¡52.000 entradas han volado! Ahora más que liebres, el tema parece ir más de magos con chistera y conejo. Y el más difícil todavía se produce cuando la más miserable de las entradas al recinto del Santiago Bernabéu cuesta la nada despreciable cantidad de 85 euros, con una perfecta visión de los retroproyectores que enfocan a las agrietadas arrugas de Keith Richards, que más que a una estrella del rock, me empieza a recordar a un papiro egipcio.
Fuera de apreciaciones personales, en este suceso veo algo alarmante en dos direcciones. Para tratar la primera problemática, voy a proponeros un experimento que podréis intentar en casa – y fijaos qué suerte, chicos: no necesitaréis tener a vuestros papás cerca para hacerlo. Tenéis un minuto para realizar un listado de diez temas de los chicos de Mick Jagger sin valeros de Wikipedia, Spotify, YouTube o una aberración de índole similar de apoyo. Y el tiempo empieza… ¡Ya!
Tranquilos, el artículo sigue aquí, no se va a mover de su sitio; es tan gentil que incluso os ha esperado. Bien, niños, enseñadme lo que tenéis. ¿Start Me Up? ¿Paint It Black? ¿Jumpin’ Jack Flash? ¿(I Can’t Get No) Satisfaction? ¿Angie? ¿Sympathy For The Devil? Vale, va, ahí he sido optimista. ¡Sigamos con la li…! Ah, ¿pero que no hay más? Vaya, qué extraño. Si vosotros sois rockeros de pura cepa…
Hagamos extensible la cuestión a esas 52.000 localidades y veremos que aquí hay más magia que en Harry Potter y Miedo y asco en Las Vegas juntas. Porque por un momento me gustaría que fuésemos honestos con todo este tema. The Rolling Stones es una banda sobrevalorada por la mediatización deliberada de una pose que si bien fue iconoclasta en los sesenta, a día de hoy es una soberana estupidez. Los chicos malos de Inglaterra no van mucho más allá de Daniel el Travieso a día de hoy si jugamos a las comparaciones. Y lo preocupante es que se le haya dado tanta bola a una banda que como bien podría demostrar con una sencilla encuesta entre los que tanto dicen ser seguidores de su trabajo, no tiene más de una decena de temas memorables en la consciencia colectiva.
No digo en sí que no hayan sido vitales para entender el punto de rebeldía que necesitaba el rock para evolucionar. Desde luego, ahí no hay tu tía, aunque no sea muy partidario de atribuir hechos revolucionarios a un reducido conjunto de tipos con guitarra. Y por supuesto, no quiero que si tú, lector, estás leyendo esto, pienses que no me gustan o que esté insinuando que son una bazofia. Más bien al contrario: siento una grandísima admiración por su música y la disfruto en mi intimidad. Pero déjame que te invite, antes de que me decapites incompasivamente, a leer la segunda problemática grave del asunto.
Demos por válido el epíteto de “legendarios” para hablar de este conjunto. El tema es que eso se lo han ganado a pulso por ir de provocadores y rebeldes. Pero rebeldes ¿ante qué? Aceptemos mi percepción de la jugada en una especulación de índole política: lucha de clases. Tranquilo, respira, no voy a hablarte de Karl Marx ni de comunismo. Si conviniésemos eso, ¿en qué punto quedaría su moralidad desde el momento en el que aceptan que las promotoras conviertan en producto de lujo sus conciertos? Conciertos a los que, a día de hoy en España, sólo se plantean ir o los individuos más pudientes o los proletarios que se hayan desriñonado en el intento.
Pero lo más grave de esta cuestión ya no es la lectura de la banda, que ha dejado clarísimo su poco interés por que se les vincule de facto con sus raíces, sino la lectura del público que felizmente pasa por el aro pagando más de un centenar de euros por esas efímeras localidades que de hecho ni van a disfrutar por el desconocimiento de la mayor parte del repertorio – patencias del hipster post-moderno, capítulo noveno. ¡Y es que el asunto no se queda aquí, queridos amigos! ¡El tema es que son los mismos, exactamente los mismos individuos que tendrán la desfachatez de afirmar que un concierto local de seis euros con cuatro bandas – que literalmente mueren en el escenario y dan lo mejor de sí mismas – es “muy caro”! ¡Háyase visto la jeta del personal!
Señores, vivamos la música y dejémonos de tanto producto. Salgamos de la mentira corporativa que nos quieren vender. Un concierto que cuesta más de cien euros no es rock. El rock puede tener muchas lecturas, pero la constante en cualquiera de sus estilos es la denuncia. Y debemos ser consecuentes con lo que escuchamos y teóricamente sentimos. No podemos ser tan bobos de dejarnos engañar al grito del mejor postor; huid de la vacuidad y la banalidad de aquellos que llevan décadas echándole más burlescas carcajadas que entusiasmo a lo que hacen. Invirtamos la balanza. Simplemente, observemos. Sopesemos la realidad. ¿Apariencia plastificada o pasión verdadera? ¿Dientes o lengua? Vosotros diréis.
Texto por Fernando Acero
Foto: The Rolling Stones